«Que se
alegre Israel por su Creador, los hijos de Sión por su Rey. Alabad su nombre
con danzas, cantadle con tambores y cítaras».
Quiero
danzar en mi mente, si no ya con el cuerpo, para expresar con la totalidad de
mi ser la totalidad de mi entrega a Dios. Quiero danzar como David danzó
delante del Arca, como Israel danzó delante del templo, como pueblos de toda la
tierra han danzado en adoración litúrgica ante el Señor del espíritu y la
materia.
La danza es
el cuerpo hecho oración. Salmo de gestos. Rúbrica de movimientos. El cuerpo
habla con más elocuencia que la mente, y una inclinación rítmica vale por mil
invocaciones. Si el que canta «reza dos veces», ¿qué no hará el que danza?
La danza
compromete al danzante en presencia del pueblo. Es pública, abierta,
manifiesta. La danza es una profesión de fe. El danzante tiene derecho a
reclamar para sí la promesa solemne: «Si alguien se pone de mi parte ante los
hombres, yo me pondré de la suya ante mi Padre que está en los cielos».
La danza
trae el arte a la oración, y esa noble empresa se hace acreedora a la gratitud
por parte de todos los hombres y mujeres que aman la oración y aman el arte.
¿Por qué han de ser feas las imágenes religiosas? ¿Por qué han de ser aburridos
los libros religiosos? ¿Por qué ha de ser monótona la oración? ¿Por qué ha de
ser abstracta la fe? La danza cambia todo eso en un instante, con sólo cimbrear
el cuerpo y batir palmas. Arte y religión. Belleza y verdad. Quiero aprender a
hacer mi oración gozosa y mi culto estético para gloria de Dios y regocijo mío.
«Que los
fieles festejen su gloria y canten jubilosos al arrodillarse ante él».
Sursa: CARLOS, G. Valles. Busca tu rostro. Orar los salmos. Santander: Sal Terrae, 1989,
pag., 267.
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